Nunca pensé que
iba a extrañar tanto el olor a pastafrola recién horneada, saborear con exquisita
complicidad los mates mañaneros y elegir las comidas más simples de mi niñez
para celebrar acontecimientos importantes. ¿Te acordás de la torta bizcochuelo
rellena con dulce de leche y duraznos típica de los cumpleaños? Me muero por
una milanesa con puré como las que hacía mi abuela, o un pastel de papa con
aceitunas y pasas de uva, así bien completo.
Es que hace dos
años vivo en Hamburgo, ciudad al norte de Alemania, y todos los recuerdos de
amigos y familia me sorprenden con olores especiales o comidas argentinas. La
ciudad donde vivo tiene un puerto enorme, rodeada de agua y muchos canales la
atraviesan. Quizás su condición portuaria hace que sea una ciudad tan muliticultural
y abierta al intercambio, eso es casi lo que más me gusta de este lugar, pero además
Hamburgo es una ciudad preciosa, debo decir. Se puede ir en bici con seguridad
a casi cualquier sitio aunque nieve, en primavera se llena de flores y en
verano los días son largos y el paisaje se vuelve completamente verde. Y aunque
haga frio hasta en verano y el cielo esté casi siempre cubierto de nubes y
lluvias constantes uno va desarrollando técnicas para que la distancia no se
vuelva nostalgia como el cielo blanco.
Una de estas
técnicas descubrí tiene que ver con la cocina, con la comida, con la elección
de los ingredientes y como la forma de acercarme a cocinar me sumerge en
recuerdos, a la vez que voy creando nuevos. Como esa preparación y goce se
vuelve hogar cuando los aromas nos cobijan y nos transportan a nuestra casa primaria.
Este acercamiento a la cocina como una técnica de confort y vuelta al hogar la fui
aprendiendo a medida que fui transitando mi estadía aquí y sobre todo como
imitación de otras mujeres quienes cocinan para volver a sus hogares y mantener
a su familia cerca cuando circunstancias desgarradoras como una guerra o el
exilio las mantienen por el momento lejos de su hogar.
Estas mujeres las
conocí durante mi primer año de estadía en Alemania, donde sin saber ni una
palabra de alemán comencé un curso intensivo de idioma para inmigrantes. El
curso impulsado y financiado desde el estado se llama “curso de integración”.
En mi caso, llegué un poco de casualidad a una escuela que particularmente era
solo para mujeres. Eso me sorprendió bastante y pregunté con insistencia las
razones. “La escuela es solo de mujeres porque es más fácil
construir lazos y ayudarnos entre nosotras”, me contestó la profesora el día
de mi entrevista. Tenía razón. También pude comprender luego, que debido a la
diversidad de religiones de las alumnas en donde a algunas les puede generar
conflicto a las mujeres estudiar con varones, esta escuela garantiza el acceso
de muchas de ellas a la educación.
Las clases eran
por la mañana con un intervalo de media hora. En ese intervalo muchas teníamos
curiosidad por conocernos y nos sentábamos en ronda a tomar café o té negro, las
bebidas que servían en la cafetería, y las tres preguntas era casi obligadas:
Como te llamas, de donde sos y por qué estás en Alemania.
Con diccionarios
en mano, comenzamos a conocernos y sorprendernos con las diferencias de
nuestras culturas. Conocí mujeres de India, Thailandia, Pakistan, Irán, Siria,
España, Bulgaria, China tanto como de distintos países de la enorme África. Yo,
la única en la clase de America del sur me preguntaba en silencio que debía
contarles. ¿Hace mucho calor de donde venís? ¿Qué idioma hablás? Algunas no
sabían ni donde quedaba Argentina. Y fue como a través de preguntas insólitas
aprendimos en esos recreos a comunicarnos como sea a pesar de nuestras las
primeras pocas herramientas de un idioma en común como el alemán.
Pero entonces nuestra
complicidad se afianzó el día que una de ellas tuvo una idea exquisita. ¿Por
qué no traemos cada una algo para comer de nuestro país, algo típico?
Al siguiente día
todas llegaron sonrientes, con bandejas, tupper, tesoros envueltos en nylon. Todas
querían compartir sus creaciones, recuerdo con exactitud la primera hora de la
clase donde era imposible concentrarse, ya que todas cuchilleaban sobre lo que
habían cocinado mientras el aula impoluta se inundaba de sabores que escapaban
de las bolsas. La ansiedad por compartir la comida era la ansiedad de compartir
algo de su tierra, de su casa, de su familia, de sus historias. Y paradójicamente
en los intentos de contar en detalle como habíamos logrado conseguir los
ingredientes faltantes o como habíamos resuelto reemplazar los más difíciles de
conseguir afianzamos mucho vocabulario alemán.
Contruimos así, una
mesa propia repleta de sabores y de historias.
Si se preguntan
que llevé yo no es tan difícil de adivinar, llevé empanadas. Tuve que aprender
a cocinar la masa porque obviamente no consigo las tapas en cualquier
supermercado. Y les conté que las empanadas fueron receta que llegó con la
colonización española pero luego cada región argentina fue apopiandose y desarollando
sus propias versiones hasta hacer de ellas un plato regional por excelencia. Yo
intenté una versión salteña agregando papa a la mezcla.
El ritual de las
comidas lo seguimos haciendo durante todo el año de cursada, pero más
organizadas nos repartíamos los días para no cocinar siempre todas ya que las
cantidades resultaban exorbitantes y así cada día podíamos saborear de una
tierra distinta.
El curso de
integración se convirtió así en un curso de cocina en sus recreos, de secretos
para preparar un mejor hummus árabe, de curiosidades sobre condimentos de la
India, pero sobre todo de verdadera integración entre nosotras que encontramos
en la cocina un lugar para expresar y compartir nuestras tradiciones. Gracias a
ellas entendí cómo la comida se vuelve ritual sagrado, amistad, afecto, amor y
hogar.
*Texto publicado en la revista Sophia marzo 2018